La cara de la gente que no

Migrar es un poco como los horrocruxes de Harry Potter. Contexto: Voldermort, el que no debe ser nombrado, mago todopoderoso de las tinieblas, divide su alma en varios pedazos y la entierra en objetos random que Harry y su pandilla deben encontrar y destruir. Cuando te vas de tu casa, de tu ciudad, de tu país, de tu continente, un poco hacés eso.

En cada lugar nuevo que habitas —véase sea una persona, un espacio o incluso un objeto— echas raíces. Y, con eso, como el archienemigo más icónico entre los millennials, depositas una parte de tu alma. De pronto, se te va de la mano la cosa y tenés el espíritu partido en mil fragmentos distribuidos por todas las latitudes.

Entonces, un día te encontrás a vos misma paseando por las calles de tu nueva ciudad y un pensamiento intrusivo te invade la psiquis: esas personas que te pasan por el lado, que no te miran, que van apuradas… esas personas podrían ser tu hermano, tu papá, tu mejor amiga. Pero no lo son, son extraños. Los tuyos están a miles de kilómetros de distancia. Son caras de gente que podrían ser pero no son.

Pero esas personas sí son los hermanos, los papás, las mejores amigas de otras personas que quizás también están a miles de kilómetros de esa ciudad. Y vos tenés la suerte de estar cruzándotelos así, como si nada, en la mitad de la Gran Vía. A veces me invade un impulso primitivo de frenar a estos desconocidos por la calle y saludarlos, darles un abrazo, no sé, eso que su ser querido quisiera estar haciendo y no puede porque la teletransportación aún no existe.

Y otras veces, cuando ataca la depresión estacional, les miro y me rompe el alma en mil pedazos deseando que de la nada, entre la multitud, aparezca por arte de magia esa amiga que no veo hace tres o cuatro años. Que simplemente estuviera ahí, y desapareciera el resto.